Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Federico García Lorca.
En esta elegía, Lorca no sólo canta la muerte del torero, sino que además lamenta la pérdida del amigo íntimo, adquiriendo dimensiones tan dramáticas como épicas a lo largo de las cuatro partes de las que consta el poema: La Cogida y la Muerte, La Sangre Derramada, Cuerpo Presente y Alma Ausente. Es la segunda parte la que interesa para este comentario, puesto que me parece significativa por las razones que a continuación expongo.
Mientras que en la primer parte, el poeta encausa su esfuerzos en crear una polaroid lírica, en capturar el instante en el que se presenta la tragedia para conservar un fragmento del tiempo que es y jamás volverá a ser, en La Sangre Derramada, Lorca descubre el dolor que él experimenta ante la muerte de su amigo, a la vez que elogia sus hazañas en el ruedo: lugar donde justamente representa la escena más dramática.
Es, además, el punto en el que el poema nos demanda atención, con una especie de volta marcado por un cambio estructural: si bien en La Cogida y la Muerte, la repetición del verso “A las cinco de la tarde” le da un sentido de constancia y contundencia al poema, en esta segunda parte, se rompe la forma para adoptar la del romance, que a mi juicio refuerza el espíritu popular de este llanto.
Pero es, sin duda, el verso inicial y su repetición lo que impacta con mayor fuerza: ¡Que no quiero verla!, asegura Lorca, estableciendo el ritmo a la vez que rechazando absolutamente la presencia de la sangre, cuya imagen todo lo llena.
Como el nombre lo evidencia, el sentimiento de este poema de Lorca es el rastro de desolación que deja a su paso la muerte, de impotencia ante el carácter inexorable de la fatalidad. Y me atrevo a sugerir, incluso, que el poeta acepta con estoicismo lo inevitable, cuando al final de Cuerpo Presente declara: ¡También se muere el mar!
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