Tuesday, March 23, 2010

Crítica Sylvia Plath

Ariel, de Sylvia Plath

Oscar Godoy Barbosa

Sylvia Plath (1932-1963), escritora y poeta nacida en Boston, ha sido considerada como uno de los más claros exponentes de la llamada poesía confesional, es decir, aquella que explora y revela los detalles, aún los más escabrosos, de la intimidad del poeta.

Para escribir esta nota me apoyaré en la lectura de dos poemas que hacen parte del último libro de Plath, Ariel, pues entre los dos se establece un contraste que vale la pena resaltar en el intento de conocer la poesía de esta autora.

El primero de estos poemas es Lesbos (1962), que relata lo que puede ser una relación de amor entre dos mujeres casadas y con hijos. En este poema podemos encontrar una buena muestra de lo que sería la poesía confesional, pues sus versos ponen de manifiesto la complejidad de sentimientos que se desatan alrededor de una relación amorosa. La voz narradora se desprecia a sí misma (“And I, love, am a pathological liar”), se muestra hastiada de lo que la rodea, como su casa y sus hijos (“Meanwhile there’s a stink of fat and baby crap”), y confiesa, en consonancia con la mujer amada, sentimientos que bien pueden acercarse al odio y conducir al homicidio, así sea metafórico (“You say I should drown the kittens. Their smell! / You say I should drown my girl”).

Plath explora en estas líneas la desesperación de la mujer atrapada en una vida convencional, y las emociones extremas que pueden cocinarse en su interior. Para ello, se vale de tres estrofas largas, irregulares en la extensión de sus versos y en el número de versos por estrofa, en la falta de rimas, con un ritmo que llega a hacerse pesado, denso, como para dejar en evidencia la intensidad de los sentimientos expresados (“The smog of cooking, the smog of hell”…”I’m dope and thick from my last sleeping pill”… “The impotent husband slumps out for a coffee”).

La estrofa final, la cuarta, es la más corta del poema (apenas 7 líneas, y luego una línea suelta, en contraste con las otras 3 estrofas de más de 20 líneas), como si la autora deseara marcar formalmente el contraste entre la pesadilla que rodea el amor, y el amor mismo. Esta última parte, de hecho, se concentra en la necesidad de continuar la relación: “I say I may be back. / You know what lies are for / Even in your Zen heaven we shan’t meet”. El amor pone en evidencia la frustración de la vida, pero se ofrece también como la posibilidad de la evasión, de salir de sí mismas.

El segundo poema es Ariel, el que le da título al volumen. En contraste con la densidad del anterior, en la forma este poema transmite una sensación de ligereza. Plath compuso este verso con diez estrofas cortas, de tres versos cada una, algunos de los cuales son de una sola palabra (“Hooks––––“ … “Shadows.”), y un verso final, de una sola línea.

Un elemento formal que llama la atención es el encabalgamiento entre las líneas, aún si estas corresponden a estrofas diferentes, lo que crea un manejo especial de la pausa y un sentido de movimiento, de continuidad en todo el poema. Así por ejemplo, la línea final de la estrofa 8 (“The child’s cry”) conecta, luego de un espacio en blanco, con la primera línea de la estrofa 9 (“Melts in the wall”). Este recurso cobrará una importancia vital hacia el final del poema, como veremos más adelante.

¿Cuál es el tema del poema? Un nombre propio que aparece hacia la mitad nos brinda la clave para armar el entramado: Godiva. Lady Godiva, la mujer que aceptó montarse desnuda en un caballo y recorrer las calles de una población, para que el gobernante rebajara los impuestos a la gente. El otro nombre propio está en el título, Ariel, y tal era el nombre del caballo de Lady Godiva.

El poema, entonces, está contado desde la perspectiva del caballo, de sus impresiones mientras es montado y se prepara para salir a la calle con Lady Godiva. De ahí su ritmo nervioso, sus líneas breves, el encabalgamiento de sus líneas, que captan apenas impresiones del lugar que oscuro en el que se encuentran antes de salir a la luz de la mañana.

Ariel siente la piel, los muslos de la mujer, percibe el llanto de un niño en las cercanías, sabe que va a salir. Y las últimas líneas marcan ese justo instante antes de salir, el arrojo del caballo, casi como en un éxtasis orgásmico (“And I / am the arrow. / The dew that flies / Suicidal, an one with the drive / Into the red / Eye, the cauldron of morning” “Y yo / soy la flecha / el rocío que vuela / suicida, al unísono con el camino / dentro del rojo / ojo, el caldero de la mañana”).

Plath nos regala aquí un instante previo a la historia. A diferencia del tono confesional, intimista, de Lesbos, aquí estamos ante un poema que es pura forma, instinto, ritmo. También se mira hacia adentro, en la medida en que intenta captar las impresiones del caballo, pero no las racionaliza ni profundiza en ellas. Se trata, entonces, de dos interioridades distintas, aunque tal vez complementarias: el hombre y el animal, el raciocinio y el instinto, captados desde una sensibilidad única.
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