Saturday, February 13, 2010

Resonancias - Rilke

Resonancias de una elegía atemporal

por Margarita Flora Ruiz Soto

Las Elegías de Duino[1], de Rainer María Rilke forman un todo que habla de la condición humana.

Nuestro tránsito inicia con “el salto a esta tierra”; hacemos la experiencia del olvido del origen para estar en este mundo, y salimos de él al encontrar nuestra tumba.

Un lamento por nuestra incontestable no-permanencia sirve de hilo conductor en las diez elegías.

Algunas certezas: el destino del hombre es la tumba; los ángeles son una vibración que nos consuela.

Dos hilos rojos transitan de una elegía a otra: los ángeles y los amantes.

Una constatación dolorosa reaparece una y otra vez: la separación de los amantes.

Ésta es una elegía cíclica que se resuelve en la conciencia poética de la propia muerte del poeta.

*

Ángeles y amantes participan de un modo de ser atemporal. Aquellos, añorando quizás su tránsito por el mundo de las cosas y los nombre, “el mundo interpretado” como lo llama Rilke. Éstos, acariciando el olvido del tiempo en el instante de la unión. Aquellos, vigilantes y versátiles en su eternidad sin firmamento; éstos sordos a la separación pero esclavos del carácter mutante de lo humano.

*

Las diez elegías anidan en un ir y venir entre la zona de los vivos y la zona de los muertos.

La corriente eterna arrastra siempre consigo todas

las edades a través de las dos zonas y atruena sobre ambas.

Elegía primera

Los modos de ser que habitan estas zonas son: el humano solitario, (el muchacho, la muchacha, la madre, el héroe), los amantes y los ángeles. Todos se debaten en la añoranza de una permanencia que no está en ninguna parte…

(…) Porque el permanecer está en ninguna parte

Elegía primera

¿Acaso los ángeles habitaron alguna vez la tierra? ¿Acaso, son ellos los difuntos? ¿Alguna vez anduvieron “deseando deseos” en este mundo donde la belleza destroza? ¿Acaso echan de menos el dolor y la angustia de estar vivos? ¿Acaso los que están en la zona de los muertos nos necesitan?

Finalmente ya no nos necesitan, los que partieron

temprano, uno se desteta dulcemente de lo terrestre, como

uno se emancipa con ternura de los senos de la madre.

Elegía primera

Pero, nosotros, los humanos solitarios, necesitamos de los ángeles, de “esa vibración que ahora nos entusiasma y nos consuela y nos ayuda”. En la segunda elegía, Rilke asegura conocerlos:

Todo ángel es terrible. Y sin embargo, ay, los invoco

a ustedes, casi mortíferos pájaros del alma, sé quiénes

son ustedes. (…)

los mimados de la creación (…) coyunturas de la luz (…) espacios del ser

Segunda elegía

Los ángeles mimados, en su condición de seres de luz, escapan por la fisura entre el ser y el no ser del tiempo humano, sobre la que trastabilla nuestra alma. El alma humana mora el mundo de la vida. En ella yace la conciencia de las pasiones del mundo. Entre el nacimiento y la muerte hace la experiencia del olvido de su modo de ser anterior y de su modo de ser futuro. Aquí, la ternura del corazón materno apacigua el llanto del alma confusa que anima el recién nacido, el alma temerosa del que intuye su fin porque viene de él: el tiempo sin anhelo. Y anhela tiempo.

*

El hombre ondea la pregunta por la unión; lamenta la falta de pruebas, la desazón; vive la ansiedad de lo permanente, el anhelo de alcanzar lo eterno, que en su júbilo los amantes acarician y pierden. Rilke advierte el enlace sublime y fatal: El Amor y la despedida

(…)

Lo sabían. Hasta aquí, nosotros; esto es lo nuestro,

tocarnos así; que los dioses nos aprieten

con mayor fuerza. Pero eso es cosa de los dioses.

Segunda Elegía

Brizna divina lamiendo mis pestañas

De tu andar hasta mis palmas

el dulce sabor del misterio

De tu piel a mis entrañas

el secreto olvido del tiempo

De tu ser a mi mirada

la sospecha grata de lo eterno

Sólo los amantes conocen los efluvios de la unión sin tiempo de los tiempos primigenios.

*

Este corto texto no es un espacio adecuado para recorrer todas las dimensiones que invoca el lamento elegíaco de Rilke. Pero no quiero dejar de señalar cómo grandes atisbos del pensamiento filosófico y social de la primera mitad del siglo XX alemán están en estos versos seminales. Ser y Tiempo, la obra maestra de Martín Heidegger, pareciera proponerse llevar al registro filosófico cada verso de las Elegías. El ser-ahí, en este mundo, compelido a comprender la finitud de su existencia, el olvido de la pregunta por el ser de quien pregunta, y su Caída son categorías filosóficas que Rilke anticipa poéticamente en las Elegías. (Véase detenidamente la Novena Elegía)

Por su parte, Sigmund Freud pareciera haber escuchado el relato que hace Rilke del viaje al interior de sí mismo, después de “emanciparse de los senos de la madre”. Rilke sabe que quien sueña “se atascó entre las proliferantes lianas del acontecimiento interior” sin defensa frente a “las altas mareas del origen”. Edipo y la noción psicoanalítica de inconsciente se encuentran aquí. Pero Rilke descienda más profundo. Llega a la sangre más vieja, la de los ancestros, pues…

(…) nos sube, cuando amamos,

por los brazos, una savia inmemorial, Oh, muchacha,

(…)

Conjuraste lo primigenio en el amante. Qué sentimientos

bulleron, emergiendo de los seres desaparecidos.

Tercera Elegía

Ahí está la idea jungiana del inconsciente colectivo y los arquetipos. Idea que re-aparece inmediatamente:

Cuántas mujeres te odiaron en él. ¿Qué hombres

tenebrosos excitaste en las venas del muchacho?

Tercera Elegía

En estos versos, Rilke parece afirmar que la fenomenología espiritual humana es una y la misma, es colectiva. Por esto a lo largo de las diez elegías nos movemos en el territorio del mito, a cuya verdad el poeta tiene acceso por medio de la intuición estética.

*

Las Elegías de Duino son una constatación circular del “círculo de todo cambio”. Son un lamento por ese estado de espera del hombre solitario –lamento que abre y cierra las elegías-. El hombre recorre en solitario el anillo que lleva del nacimiento a la muerte, siendo marioneta en el escenario donde los ángeles ponen de pie a los muñecos.

Ángel y marioneta: por fin el espectáculo. Entonces

se une lo que nosotros siempre desgarramos con solo

estar aquí. Sólo entonces surge de nuestro propio

cambio de estación el círculo de todo cambio.

Cuarta Elegía

La Fenomenología de Edmund Husserl también parece haber respirado en estas líneas:

En ningún lugar, amada, existiría el mundo sino adentro

Séptima elegía

Pero este “adentro” de que habla Rilke es un lugar de reposo; no la rígida conciencia cognoscente husserliana. Este “adentro” es el lugar donde el hombre solitario descansa del mundo de las habladurías[2], es decir, de este mundo sobre la tierra que no es otro que la zona de los vivos. Inevitablemente, el hombre solitario hace su experiencia en el tiempo humano que es la morada del leguaje:

Aquí está el tiempo de lo decible, aquí es su patria.

Habla y confiesa. (…)

Elegía novena

Y nosotros los humanos, los que enfrentamos nuestro destino en solitario -pues a la hora de partir nadie podrá evitar nuestra propia muerte-, derrochamos el tiempo del espectáculo mundano en dolor y aflicción,

Nosotros, derrochadores de dolores. Como por anticipado

las divisamos[3] en la triste duración: por si tal vez

tienen final. (…)

Décima Elegía

En la Décima Elegía el poeta lamenta su propia muerte, su “salida” de este mundo. Mientras aquellos seres mitad divinos mitad humanos, los ángeles, lo rondan como a todos nosotros. ¿Acaso sabremos algún día para qué? Rilke sólo nos deja una certeza: ellos son los ángeles y nosotros las marionetas.

El Paso

Febrero 2010




[1] Versión y notas de José Joaquín Blanco. Publicado en La iguana del ojete (Invierno, 1993)

[2] Las nociones de habladurías y moradas del lenguaje son nociones heidegerianas, trabajadas en Ser y Tiempo

[3] Se refiere a las noches de aflicción.


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