La octava elegía de Rilke
Si como elegía podemos designar, de acuerdo con el diccionario, ese subgénero de la poesía que hace del lamento su razón de ser, las Elegías de Duino, del poeta alemán Rainer María Rilke, (Praga, 1875 - Suiza, 1926), son sin duda una excelente muestra de la fuerza expresiva y la profunda reflexión sobre la condición humana, que se pueden alcanzar en esta forma poética.
Rilke empezó a escribir esta serie de diez elegías durante su estadía en el Castillo de Duino, ubicado cerca de la ciudad italiana de Trieste, junto al mar Adriático, en 1912, pero tardó cerca de una década en terminarla, luego de recorrer muy diversos lugares del viejo continente. El título general de la obra, entonces, hace alusión a ese punto de partida, más que a los temas y preocupaciones que desarrolla.
No resulta sencillo ocuparse de la serie completa. Cada una de las diez elegías merecería un análisis detallado por su complejidad, sus alcances, su lenguaje, sus logros formales, y una vez logrado esto, se podría intentar una mirada de conjunto. Dadas las limitaciones de esta nota, me propongo otro camino: analizar una sola, la octava elegía, con la esperanza de que tal análisis arroje luces sobre el conjunto de la obra. ¿Por qué la octava? En esta decisión el analista le cede su lugar al mero gourmet literario, y se deja guiar por las impresiones que lo llevaron a degustar mucho más este manjar, sin demeritar los otros.
La octava elegía está compuesta por 68 versos (líneas), distribuidos en cuatro movimientos (me parece que la palabra estrofa no se correspondería bien con la propuesta de Rilke): el primero es la más largo, con 38 versos, el segundo tiene 21 versos, el tercero, 4, y el cuarto, 5 versos. Esta primera constatación, meramente cuantitativa, refleja a un poeta poco preocupado por las convenciones o los equilibrios formales. La traducción al español (de José Joaquín Blanco), además, muestra que no hay una intención definida o algún tipo de unidad en aspectos como la rima o el número de sílabas de cada verso. El poema se desarrolla con su fuerza interna, sin atenerse a una estructura predeterminada. Conviene, entonces, estudiar la manera como Rilke avanza en sus líneas.
El primer movimiento inicia con una afirmación: “Con todos los ojos ve la criatura
lo abierto”. De entrada, nos plantea una sensorialidad múltiple, la criatura no solamente mira con los órganos de la visión, sino con “todos” los ojos. A continuación marca Rilke el contraste que será permanente a lo largo de esta elegía: “Pero nuestros ojos están como al revés”. Es decir que, mientras los animales tienen en su naturaleza la capacidad de verlo todo, nosotros, los hombres, tenemos una mirada limitada.
Este primer movimiento se ocupa justamente de desarrollar tal contraste. Mientras los hombres, en una alusión al mito de la caverna, de Platón, “forzamos al niño a ver de espaldas la creación”, la mirada del animal es más profunda, y además, está libre de la muerte.
Más adelante, el autor dice: “Nunca tenemos, ni siquiera un solo día, el espacio puro delante de nosotros”. Ese es justamente el lamento de esta elegía: la incapacidad del hombre de ver la eternidad. Y en la medida en que vive pendiente de un entorno que es efímero (“siempre está el mundo”), el miedo a la muerte lo acompaña siempre. Los hombres vemos la muerte, dice Rilke, mientras el animal la tiene a la espalda, y delante a Dios, “y cuando anda, anda en la eternidad, como andan las fuentes”.
El drama del hombre, finalmente, es la conciencia que tiene de sí mismo y de su condición efímera, pasajera. Para Rilke, los niños no la tienen y por eso viven tranquilos hasta que los despiertan a sacudidas, o alguien muere. Y también los amantes, en la medida en que el ser amado oculta por momentos a la muerte.
El segundo movimiento se ocupa de aquello que de alguna manera atormenta tanto al animal, como a los hombres: el recuerdo. La memoria de lo vivido, con su carga de melancolía. Pero de nuevo, el contraste es evidente. Mientras los hombres estamos abrumados con aquello que fue, y lo añoramos como algo bello e irrecuperable, el animal lleva ese pasado consigo: “Oh, santidad de la criatura pequeña, que permanece siempre en el vientre que la parió”. El hombre, perplejo y espantado al extrañar de dónde viene, vacila al tener que emprender el vuelo. Este movimiento finaliza con un verso de gran fuerza y belleza: “Así (zigzagueante, como el hombre) cruza el rastro del murciélago la porcelana del anochecer”.
El tercer movimiento, en apenas cuatro versos pone en evidencia la condición que el poeta lamenta: la realidad de ser el hombre siempre un espectador del mundo. Con una paradoja: estamos vueltos hacia el todo, nunca hacia fuera… ¿querrá decir hacia fuera de nosotros mismos? Y por estar pendientes de un todo que se desintegra permanentemente, tratamos de ordenarlo una y otra vez, hasta que también nosotros nos desintegramos.
El último movimiento, en cinco versos, agrega un énfasis dramático a esta que ya es una condición terrible. Los hombres, como quien al partir se voltea un momento a mirar hacia atrás, y como consecuencia de la condición que la elegía ha trazado, “siempre nos estamos despidiendo”.
El recorrido de esta elegía, como vimos, obedece a una intención clara del autor de trazar el drama de la existencia humana. El lenguaje, las imágenes poéticas, el encadenamiento de los versos, se conjugan con maestría para crear una sonoridad específica, como si quisieran retumbar en la mente del lector. Rilke, con su mirada y su destreza, nos da una lección de contundencia poética.
La octava elegía
Dedicada a Rudolf Kassner
Con todos los ojos ve la criatura
lo abierto. Pero nuestros ojos están
como al revés, y completamente en torno suyo,
la cercan como trampas, alrededor de su libre salida.
Sólo sabemos lo que hay afuera por la cara del animal,
pues ya desde el principio volteamos al niño
y lo forzamos a que vea de espaldas la creación,
no lo abierto, que en la mirada animal es tan profundo.
Libre de la muerte. Sólo nosotros la vemos;
el libre animal tiene su final siempre detrás
y delante de sí a Dios, y cuando anda, anda
en la eternidad, como andan las fuentes.
Nunca tenemos, ni siquiera un solo día, el espacio puro
delante de nosotros, donde las flores se abren
interminablemente. Siempre está el mundo,
y nunca ninguna parte sin no: la pura, la no vigilada,
la que uno respira e interminablemente conoce y no
anhela. De niño se pierde uno tranquilamente en ella
y nos despiertan a sacudidas. O alguien muere y ya.
Porque cerca de la muerte uno ya no ve a la muerte,
y mira fijamente hacia afuera, quizás con gran mirada
animal. Los amantes —si no estuviera el otro,
que obstruye la vista— se acercan y se asombran...
Como por equivocación, está abierto para ellos detrás
del otro... Pero ninguno avanza y el mundo se queda
de nuevo para él. Siempre vueltos hacia la creación,
vemos solamente sobre ella el reflejo de lo libre,
oscurecido por nosotros. O que un animal, mudo, alza
los ojos tranquilamente y ve a través y a través de nosotros.
Esto se llama destino. Estar en frente y nada más que eso,
y siempre en frente.
Si existiera una conciencia como la nuestra en el seguro
animal que viene hacia nosotros en otra dirección,
nos volcaría con su paso. Pero su ser es para él
infinito, inasible, no tiene vista hacia su condición; es
puro, tal como su mirada abierta hacia delante. Y donde
nosotros vemos el futuro, ahí él ve el todo, y a sí mismo
en el todo, y salvado para siempre.
Y sin embargo hay en el vigilante, cálido animal
el peso y la inquietud de una gran melancolía.
Pues él también siempre lleva consigo lo que a nosotros
con frecuencia nos abruma, el recuerdo,
como si el sitio hacia donde corremos como impelidos,
alguna vez hubiera estado más cerca, hubiese sido más
leal, su contacto infinitamente tierno. Aquí todo
es distancia, allá todo era aliento. Después
de su primer hogar el segundo es para él híbrido
y mudable. Oh, santidad de la criatura pequeña,
que permanece siempre en el vientre que la parió.
Oh, suerte del mosquito, que aun adentro retoza,
incluso en sus bodas: pues el vientre es todo.
Y mira, la media seguridad del pájaro que, desde
su origen, casi conoce ambas cosas, como si fuera un alma
de los etruscos, [17] salida de un muerto, a quien
un espacio acogió, pero con la figura yacente como tapa.
Y qué perplejo está quien debe volar, y proviene
de un vientre. Como espantado de sí mismo, zigzaguea
en el aire, como cuando una grieta se abre en una taza.
Así cruza el rastro del murciélago la porcelana del anochecer.
Y nosotros: siempre espectadores, en todas partes,
¡vueltos hacia el todo, nunca hacia afuera! El todo
nos colma. Lo ordenamos. Se desintegra. Lo volvemos
a ordenar y nos desintegramos nosotros mismos.
¿Quién nos ha volteado así, que hagamos lo que hagamos,
mantenemos la actitud de alguien que se va? Como quien,
desde la última colina, que le muestra una vez más todo
su valle, voltea, se detiene, permanece un momento,
así vivimos nosotros, y siempre nos estamos despidiendo.
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